lunes, 24 de enero de 2011

El tiempo lo cura todo



El tiempo lo cura todo- me decía Alberto con unas palmaditas certeras en la espalda mientra salía del tanatorio. Acababa de morir mi madre, y todavía no daba crédito. Tenía los pies congelados y apenas podía andar sin parecer seguir el compás de unos movimientos robóticos. Una especie de mercurio pesado se arinconaba en mi cabeza y me exprimía la sesera hacia abajo, como si la pesadumbre quisiera doblegarme, ponerme de rodillas. Repasé por última vez las caras y las frases de ánimo que me habían dado mis conocidos, mis amigos y mis "bienquedas", no menos importantes en este tipo de actos.

El tiempo lo cura todo-reflexioné-...o ¿casi todo? Me detuve un momento a pensar si aquello era bueno o malo. Si era beneficioso o satánico por completo. ...el tiempo lo cura todo...Me preguntaba si el hecho de que poco a poco se fueran apagando las emociones y sentimientos de cosas vividas por la mera circunstancia de que el tiempo pase era algo cruel. Igual que olvidé amores que en su momento fueron mi razón de ser, o igual que olvidé aquellas personas, que en la despedida me arrancaron lágrimas, y que hoy por hoy, desatiendo completamente. Igual que olvidé tiempos y momentos, que endulzaron mi vida y ahora se sienten fríos y apartados del presente y del calor de mi alma. Igual que olvidé el dolor gracias o a pesar del tiempo, ¿olvidaré, para más ingratitud, el pesar que me produce perder a una madre? Me acostumbraré con el paso del tiempo. Y no sé si debo asustarme o inundarme de felicidad. El tiempo, ese perfecto ansiolítico creado por brujería, por castigo de los Dioses. Aunque seguramente,y cada vez me atrevo a pensarlo más, Dios lo inventó porque si el humano tuviera que cargar con todos los dolores y su intensidad a lo largo de una vida, si sintiera a la vez vivos todos esos dolores, no podría aguantarlo, sería inhumano.

El ataúd de mi madre sale del tanatorio y mientras lo observo, pido que desde arriba, el lugar donde ya no existe el tiempo, perdone mi ingratitud, que no es pero que será.

viernes, 21 de enero de 2011

La fragilidad de los momentos.


"Será sólo un momento, un maldito momento. ¡Qué frío está el metal de este trasto! Lo que me faltaba para el dolor de cabeza. Parece que te toque el gélido beso de la muerte a través de un férreo impacto. ¡Qué fragilidad la de esta vida, un único instante atronador y borraré 40 años de historias y momentos! Por fin conseguiré cortar el flujo de este sabor metalizado y ardiente que me sube por la garganta.


¿Dónde quedaron todos mis meticulosos documentos escritos a mano, mecanografiados y firmados? ¿Dónde quedaron todas aquellas solicitudes para entrar en universidades, asociaciones y proyectos empresariales? ¿Dónde quedaron toda esta tira de recuerdos y sensaciones de momentos vividos que parece que se apelotonan ahora en mi sesera como locos por salir de golpe? ¿Tanto para ésto? ¿Para borrar una vida apretando un gatillo? ¿Apagar la madurez de mi cuerpo con sus heridas y cicatrices para enviarlo sin remisión a un perpetuo estado de descomposición de un plumazo? ¿Así de frágil es la vida? ¡Dios mío, qué horror! Ya puedo notar cómo sube hasta mi cabeza...es ese sentimiento de arrepentimiento. Ya tardabas en llegar...maldito.

¿Que porqué dejé de hacer cosas que quería? ¿Que porqué se me encaran ahora? ¿Que porqué no soñé lo que nadie? ¿Que porqué me arrepiento ahora del perdón y de la excusa? ¿Que porqué callé y no hablé, y hablé donde debí callar? ¿Que porqué no me arrojé al vacío de la incertidumbre si ahora veo la fragilidad de la vida, a través de un frío metal?

Calla, ¡no puedo soportarlo más!" ......¡Bang!...... y silencio.

jueves, 20 de enero de 2011

La nobleza del alma



El otro día pasó como un rayo delante de mis ojos, la silueta de Eduardo Cantavieja. Eché a correr y por fin pude alcanzarlo después de haber traspasado una marabunta humana como es la que se forma diariamente en la Calle Mayor de Madrid. Le invité a charlar un rato, y me recomendó que lo mejor sería resguardarnos en un pub irlandés que el conocía bien a tan sólo unos pasos de nuestra situación. Eduardo es un chico extraño pero ejemplar, bohemio, soñador y terriblemente nostálgico. La conversación comenzó fluída y antes de que empezáramos a charlar sobre temas banales de nuestra facultad, me asaltó frenéticamente con la noticia de la conclusión de su quinta ópera. Le miro a los ojos y contemplo con admiración y camaradería que la conclusión de su quinta obra la haya realizado con mi misma edad, diecinueve años. Somos jóvenes, ¿y qué?

Poco a poco la conversación se vuelve agria, y me comenta si estoy seguro de que este mundo que nos ha tocado vivir es el que nos corresponde. Que si esta soledad del poeta precoz es más solitaria en los tiempos que corren, o si siempre ha existido. Yo le doy la razón y le digo que no se preocupe, que el mundo gira igual de deprisa y que parar a contemplar las cosas bellas, es cosa de unos pocos. Eduardo me sonríe, pero vuelve a mirar a la mesa sobre la que nos apoyábamos poco convencido. Para cortar el silencio, le hago notar la importancia del artista en la historia de la humanidad. La necesidad del arte, del amor y de la belleza sobre la que todo gira y se apoya la ilusión que mueve al hombre a hacer cosas, cualquier cosa. La ilusión. Acabamos hablando y discutiendo sobre la responsabilidad moral y el grave peso que tienen los artistas en su época y su subliminal aportación. Así pasamos horas hablando, y paseando por un Madrid desierto de un sábado cualquiera a las cinco de la madrugada. Caminamos inseguros, miedoso pero firmes, en la seguridad optimista de que "los grandes" no están dando su bendición desde arriba. Sonreímos, sin dejar de caminar.