miércoles, 10 de noviembre de 2010

La duquesa de Glasnevin


Mary Rose O' Rourke se detenía de nuevo ante la torre circular del cementerio de Glasnevin, en cuyo lateral se encontraba la tumba de Daniel O' Connell, o como lo llaman los irlandeses, The Liberator. El cementerio de Glasnevin es el cementerio católico de Dublín, viejo, con aroma celta, y sazonado con la frescura del verde gaélico. Daniel O'Connell es para los irlandeses, un Bolívar ilustrado cuyo corazón y férreas convicciones llevaron a Irlanda a desvincularse religiosa y políticamente de Inglaterra, mediante la derogación del Acta de Unión y la consiguiente independecia política que obtuvo el país esmeralda para profesar la fe genuinamente irlandesa, la católica.


Mary Rose O´Rourke visitaba todos los días el cementerio y hacía el mismo recorrido hasta cinco veces en un par de horas. Se levantaba temprano, a las seis de la mañana. Cogía su paraguas y salía, en una especie de procesión fastamagórica y atravesando la niebla, hasta llegar al cementerio. Primero se detenía en la tumba de Éamon de Valera, tercer presidente de Irlanda, se arrodillaba y rezaba por todos y cada uno de los irlandeses con una mezcla de fruición, esperanza y resignación. Miraba a la fría pálida con actitud patriótica y generosa y le pedía al destino que pusiera en manos de una jubilada la posibilidad de poder ayudar de forma directa a su país. Sabía que no tenía poder suficiente, había trabajado toda su vida como secretaria en un orfanato. Pero sus hijos, estaban dedicados entera y completamente a la política irlandesa.


Una vez había terminado, se iba a la torre, y visitaba la tumba de O´Connell. Con mayor respeto, pero con el mismo ímpetu, pedía de rodillas nuevamente el apoyo del liberador. Esa mañana ocurrió algo exraño. Una pequeña luz se iluminó en lo alto del tejadillo de la torre. Era de un color verde intenso, majestuoso, vivo. La luz se iba haciendo, a cada momento, mayor. El esplendor inexplicable de aquel color te envolvía celosamente en una capa de tranquilidad interior que parecía venida de otro planeta. La señora O'Rourke creyó perder la conciencia durante unos segundos. Cuando volvió a su sí, ella seguía de rodillas, pero esa luz ya no estaba. Asustada, salió del camposanto católico, y se detuvo en el paso de cebra que se situaba a la entrada de éste. La niebla era muy intensa y no se alcanzaba a ver en dos metros. Unas luces amarillas que venían del lateral izquierdo la sorprendieron. El Lexus negro del primer ministro irlandés arrolló sin darse cuenta a la señora O' Rourke catapultándola veinte metros hacia delante.



A la mañana siguiente, el primer ministro aprobó un presupuesto que haría incluir la instalación de luces intermitentes rojas en los pasos de cebra para que éstas estuvieran activas día y noche, en casos de niebla. Desde aquel día, una media de cuatro vidas irlandesas cada mes fueron salvadas. En el entierro de la señora O'Rourkey su hijo Michael, alcalde de Kilkenny, se preguntaba cómo, en tres segundos y aunque sea de forma maquiavélica, se puede cambiar un país, sin necesidad de la verborrea política a la que tan acostumbrados estamos.


martes, 9 de noviembre de 2010

Despedidas de papel


Una gigantesca capa gris ceniza inundaba el cielo de Madrid. Las gotas que repicaban en el suelo intermitentemente parecían centellas enviadas por el mismísimo Satanás. El ritmo cardíaco de Mónica se acelaraba a medida que llegaba a la estación de Atocha. Acaba de salir de su oficina donde pasaba los días pegada a un teclado y a una máquina de escribir. El repicoteo de la lluvia parecía la diabólica y pesada continuación de ese maldito y cotidiano ruido que le había acompañado los días negros del calendario.


Tenía los pies congelados. Cerró el paraguas nada más llegar a la entrada principal. Un hombre de gabardina gris le regaló un codazo de bienvenida. Mónica se quedó quieta durante unos segundos, la tensión comenzó a bajarle drásticamente. Medio aletargada, avanzó hasta el andén donde debía esperar el tren que venía de Barcelona. Llegaba quince minutos pronto. Mónica se quedó pensativa y observó durante unos segundos a ese gigante masa humana que no dejaba de moverse. Un torrente de trajes, vestidos, chaquetas, cazadoras, complemetos distintos y cada uno, con un color característico. Intentó, por un momento, escudriñar a través de los ojos de cada uno de los viajeros queriendo conseguir adivinar, mediante sus gestos y miradas, el cosmos interior de cada uno de ellos, y con minúsculo afán cotilla, los motivos que les llevaban a llegar a la capital un día tan gris.


Mientras observaba cómo descendían los viajeros, su atención se posó sobre uno de ellos. La sangre se le quedó helada, y sus nervios se agarrotaron. Creía estar viendo a un antiguo compañero de estudios. Aunque seguía conservando su esencia, su aspecto era muy distinto, parecía haber aunado en sus rasgos faciales, la dulzura de una adolescencia plena ya pasada y la madurez reciente y sobria que le transfería su recortada y cuidada barba. Mónica estaba indecisa y todavía le quedaban dudas acerca de la verdadera identidad del viajero que acababa de apearse del tren. Como un chispazo, saltó del banco y se acercó por la espalda, y tocando su codo, preguntó su nombre en tono confidente.


- ¿Miguel?


El hombre se giró y esbozó una tremenda sonrisa a la vez que abría sus ojos como platos. Mónica hizo lo propio y se quedó petrificada cuando éste optó, sin mediar palabra alguna, por darle un cálido abrazo. La conversación se inició de forma rápida, fluida, seguida de una incensante cadena de halagos y buenas palabras que parecían resucitar esa nostalgia desacomplejada. Mónica centraba sus ojos en Miguel, que parecía arrollar con su don de palabra al mundo entero. El repicar de la lluvia parecía haberse vuelto melódico, y que fuera un complemento del transitar de los trenes por las vías. Mónica echó un vistazo a la gran ventana acristalada de la estación y le pareció que aquel gris era el más dulce que nunca había visto, capaz de detener el tiempo. Miguel le preguntó el motivo de su visita a la mítica estación, y Mónica mintió rápidamente, no pudo remediarlo. Dijo que acababa de llegar de Barcelona hacía media hora, que habían sido motivos laborales lo que hacían estar allí ese día. Miguel sonrió y le invitó a tomar algo. Mónica dudó un instante, pero se dejó llevar por esa locura repentina que azota un par de veces en la vida. Mientras subían las escaleras mecánicas,le preguntó a Miguel si tenía un trozo de papel y un bolígrafo. Él asintió y los sacó de su maletín. Mónica se apoyó en una barandilla y escribió unas frases. Después pidió a Miguel que le disculpara unos segundos. Ella bajó las escaleras y vio que el tren por el que había estado esperando llegaba a la estación.


Habló con un guardia que parecía de aspecto afable, y le pidió un favor. Señaló a uno de los viajeros que bajaban del tren recién estacionado, y que llevaba un jersey verde y la mirada perdida. El guardia asintió y se despidió de la chica. El hombre del jersey verde parecía estar buscando algo, alargando su cuello como si el de una jirafa se tratara.


-¿Es usted Marcos Larrea? - preguntó el guarda de forma servicial.


El joven asintió y el guardia le dio el papel. Con cara de extrañeza, lo desenvolvió y lo desplegó para leerlo.



"No puedo explicártelo ahora, no tengo perdón, lo sé. Pero sé que si no lo hago, la que no me lo perdonaré soy yo. Estoy en medio de una locura, no puedo pensar ahora. Me he encontrado la felicidad de golpe" Lo siento.


Mónica Sanchís.



El joven arrugó el papel con fuerza y observó las escaleras mecánicas. Un sentimiento de ira y pesadumbre le conquistó la cabeza y el corazón. Maldijo a la vida, y se quedó mirando al guarda como un estúpido, pensando encontrar una respuesta lógica. Allí se quedó, entre trenes que entraban y salían, entre las mareas de gente que no dejaban de moverse. y preguntándose, al ver a todas aquellas personas, si sería el único, en ese momento, al que la vida y el destino le habían puesto en el punto de mira.