Me siento por fin y dejo las dos jarras de cerveza en la mesa. Miro a mi amigo fijamente, durante unos segundos. Él está ensimismado contemplando las grietas que tiene la mesa de la fonda en la que estamos. Miro el reloj y no descubro a ver la hora, el cristal está demasiado sucio. Lo froto varias veces contra la manga de mi camisa. Son las tres y media de la noche.
El dueño del bar está impaciente por cerrar y nos lo hace saber dando pataditas con el talón a la pata del taburete en el que se sienta. Giro la cara hacia él pero enseguida le obvio. Mi amigo levanta por fin la cara y se fija cuidadosamente en la persona que acaba de abrir el portón de la taberna. El rostro de mi amigo se hace agrio por momentos. Miro a la persona que ha entrado y yo hago también lo propio. Es Anselmo Brijueque, el vagabundo del pelo largo que siempre va de lado a lado contando ridículas y ficcionadas historias a quien encuentra a su paso. "Seguramente vendrá a tomar las dos o tres últimas copas del día", pienso yo. Anselmo saca la limosnera en la que guarda las "propinillas" que le han dado durante el día aquellos kamikazes que se enfrentan a escuchar sus extravagantes historias y que después premian con algunas monedas. Anselmo puso todo lo que llevaba en la mesa y preguntó al camarero, que lucía un rostro agotado, que qué le daría por esa cantidad. Con resignación, el camarero vuelve detrás de la barra y le pone una copa de whiskey aderezada con un par de hielos.
Vuelvo la cara hacia mi amigo y ambos nos miramos. Sonreí de forma burlesca. Después él suspiró. El silencio se hacía insoportable y ya no sabía a dónde mirar. De repente noté que mi camarada iba a hacer algo. Se trataba de un acto suicida. Levantó el brazo y animó a Anselmo a que se sentara con nosotros. Al principio Brijueque se quedó pensativo, luego acudió y se sentó a nuestro lado.
Empezamos a preguntarle sobre su vida. Brijueque destapa su alma de niño guerrero, y con los ojos inyectados en una cristalina capa de ilusión comienza a relatarnos asombrosas historias del pasado de sus vida. El incidente con tres toros bravos; las trifulcas con más de media docena de hombres, de las que él siempre salía victorioso; su asombrosa capacidad de beber; la treintena de palacios donde pasó partes de su vida; sus amistades ilustres y sus capacidades supranormales.
Mi camarada me apunta fijamente con su mirada inquieta y yo le respondo levantando la ceja derecha como un relámpago. Poco a poco la sonrisa de mi amigo se dibuja tímidamente, hasta parecer la de un infante pletórico de alegría. Mi sonrisa, aunque más pícara, no puede remediar enseñar los dientes y empezar a soltar ininterrumpidas carcajadas. Mi compañero hace lo propio. Brijueque se detiene en su discurso y nos observa intermitentemente con la boca entreabierta. Por unos minutos reflexiona y empieza a darse cuenta de que nuestras carcajadas le teletransportan de manera brusca y violenta a la cruda realidad, y que su fantasía imaginativa ha muerto de repente. Mi mano se posa sin complejos y con rotundidad sobre su espalda y le regalo unos golpecitos en la misma. Anselmo sonríe y se siente confiado. Empieza a reir poco a poco y acabamos los tres sumergidos en esa fantasía que logra salir a flote de entre las negras aguas de sus desdicha.
Nos despedimos de él, y él allí se queda, victorioso, exhultante, realizado. Nosotros obviamos sus mentiras y salimos del bar sin mirar atrás. Anselmo se quedó bebiendo sólo, y murió tres horas más tarde.
Al cabo de dos días, acudimos al cementerio y le dejamos una pancarta pegada sobre la lápida. A Anselmo Brijueque, Capitán de fragata, conquistador del Valle de los Sueños, Emperador del Monte de las ilusiones, e intrépido aventurero.
Mi camarada y yo abandonamos el cementerio con la incertidumbre de lo que Anselmo habrá visto en su increíble viaje por el único país pertenciente a su mundo interior, la libertad. Aquella noche volvimos a la fonda y brindamos por Calderón, en la esperanza de que su frase sea tan cierta como nuestra alegría.
"La vida es sueño, y los sueños, sueños son"